
Por: Verónica Moya
Pocas ciudades en México tienen origen tan claramente documentado y planificado como Puebla. Fundada en 1531 por mandato del virrey Antonio de Mendoza, su creación respondió a necesidades logísticas del virreinato: hacía falta una ciudad segura entre el puerto de Veracruz y la Ciudad de México.
A diferencia de otras urbes c o l o n i a l e s , Puebla no se construyó sobre ruinas indígenas, sino en un valle fértil, lo que permitió trazarla desde cero, con calles rectas, manzanas regulares y un diseño urbano pensado para el comercio, el control y la evangelización.
El papel de las órdenes religiosas fue fundamental. Franciscanos, dominicos y jesuitas no solo edificaron iglesias, también levantaron colegios, hospitales y centros de asistencia.
La vida pública giraba en torno al poder eclesiástico, y eso se refleja hasta hoy en la cantidad y riqueza de sus construcciones religiosas. La Catedral, iniciada en 1575 y concluida más de un siglo después, es testimonio de esa ambición: monumental, equilibrada y resistente.

Pero si algo distingue a Puebla, más allá de su traza o sus cúpulas, es su capacidad para integrar lo cotidiano con lo simbólico. Su cocina no nació en palacios sino en conventos, donde las monjas experimentaban con ingredientes locales y europeos.
Así nacieron platillos como el mole poblano o los chiles en nogada, que hoy tienen fama nacional pero que empezaron como soluciones prácticas en cocinas coloniales.
Puebla ha sido también escenario de episodios clave en la historia de México, como la batalla del 5 de mayo de 1862 o las revueltas obreras del siglo XX.
Es una ciudad donde la historia no solo se preserva: se habita, se come y se discute. No por nostalgia, sino porque sigue viva en sus plazas, sus mercados y sus conversaciones.